jueves, 19 de noviembre de 2009

La muerte

El otro día tuve un sueño precioso, soñé que me moría, sí, sí, que me moría. Se preguntarán ustedes ¿qué de precioso tiene el morirse? Yo quisiera contárselo cual yo lo sentí, pero es muy difícil plasmar en un papel aquellos sentimientos que me embargaban, eran sentimientos bellos y placenteros, nunca vividos por mi, era mi alma que libre de las ataduras de mi cuerpo, flotaba por el espacio suave y delicadamente, haciéndome sentir un gozo inenarrable, era todo paz y dulzura, que cada vez se adueñaba más y más de mi espíritu. De pronto desperté, me di cuenta que estaba viva y sentí una pena inmensa de haber vuelto a la vida.

Ahora yo me pregunto ¿Por qué le tememos a la muerte? Será que nunca fuimos enseñados para enfrentarnos a ella, ya de niños tratamos de que no vivan esos momentos dolorosos cuando muere un familiar o un amigo. Yo creo que es un error, al llegar a cierta edad hay que hacerles ver la realidad de la vida y de esa manera familiarizarse con ella, así, llegado el momento lo veremos con más naturalidad.

Igual que hemos dejado otras muchas creencias, por qué no desterrar de nuestras vidas esa horripilante imagen de la muerte, ese tremebundo esqueleto con la guadaña ¡por favor! eso es un horror que no va con nuestro tiempo.

Quisiera que ese sueño, que les conté al principio, sea así de verdad, que la muerte que a todos nos llegará un día, sea así de dulce y placentera, que los sinsabores que vivimos día a día se vean recompensados con una muerte feliz.

Los labios

Quizás la parte más sensible de nuestro cuerpo, a mi modo de ver, son nuestros labios, aunque siempre estuvieron relacionados con la sensualidad en la pareja pues siempre nuestros escarceos amorosos comenzaran por los besos ardientes que incitan al deseo sexual. Yo no niego de que ésta sea así, pues como mujer también he vivido esa experiencia, pero creo que nuestros labios también puedes ser una fuente de amor fraternal, de amistad, de cariño…

El otro día mi nieta trajo a mi casa a un niño de dos años, hijo de una amiga. Cuando marcharon, el niño le dio un beso al abuelo (A mi marido, a mi no quiso). Para llegarle se subió al sofá. Él le puso la cara y se quedó asombrado al ver que le dio un beso en los labios. Entonces fue cuando mi nieta dijo que en su casa tenían la costumbre de besarlo, así por eso el niño lo hacía.

La casualidad hizo que a los pocos días me encontrara con una amiga a la cual hacía mucho tiempo que no veía. Iba con su hija y su nieto pequeño. Como fuimos a tomar un café, la hija se marchó y la abuela se despidió del niño besándolo en los labios. Me quedé un poco perpleja al ver de nuevo ese gesto.

Ya en mi casa me puse a darle vueltas a la cabeza: ¿Por qué no? Si nuestros labios son tan sensibles que podemos transmitir con ellos nuestro cariño a esa persona que queremos, ¿Por qué no demostrárselo de esa manera? Posando nuestros labios suavemente de forma Sutil y amorosamente, fraternal, demostrando todo el amor que damos y recibimos.

Ahora voy a contarles un hecho que se me ocurrió cuando tendría aproximadamente nueve años. Mi padre tenía un amigo (Mayor que él). Era capitán del ejército ya retirado, soltero y vivía solo. Mi padre lo veía todos los días en tertulia del casino y de vez en cuando lo invitaba a comer a casa (Le gustaba mucho como cocinaba mi madre). Aparecía con su bandejita de pasteles y a mi siempre me traía un chuchería, una pulserita, unas mariquitas recortables, en fin, algo que a mi siempre me hacía ilusión. Jugaba conmigo a las damas, ¡A veces hasta le ganaba!. Me lo pasaba muy bien con él. Un día llegó mi padre diciendo que estaba ingresado en el hospital militar (parece ser que tenía un cáncer de hígado). En aquellos tiempos hablar de cáncer era tabú, a mi no me dijeron nada pero por cosas que fui escuchando me enteré. Mis padres fueron a visitarlo varias veces y un día me dijeron si quería ir a verlo, fui con ellos. Me dio mucha pena, estaba ya muy malito y muy delgado. Cuando legamos estaba una sobrina con él. Aprovechando que estábamos nosotros, bajó a tomar un café. De vez en cuando abría los ojos, mi padre le hablaba y daba a entender que nos conocía. Salieron mis padres a fuera al “cigarrillo” y me quedé yo sola con él, de pie a lado de la cama, de pronto me puse de puntillas para llegarle y le di un beso en los labios. Fue un impulso espontáneo, que yo misma no sé porque lo hice. Abrió los ojos, me miró y dijo muy bajito “gracias”. Sentí una emoción tan intensa que salí a llorar al baño, no sé porque, pero no le conté nada a mis padres ni a nadie y ahora al escribir sobre los labios, me vino a la memoria aquel momento vivido, y después de tantos años transcurridos, aún me emociona recordarlo. Murió a la semana siguiente.

domingo, 4 de octubre de 2009

Nostalgia en otoño

Hojas del árbol caídas
juguetes del viento son:
las ilusiones perdidas,
¡ay!, son hojas desprendidas
del árbol del corazón.

(J. de Espronceda)

Ya llegó de nuevo el otoño a Galicia, ya los campos mudan sus colores verdes por ocres y amarillos dando una sensación placentera a nuestra vista, las hojas de los árboles van cayendo lentamente con suavidad, pacientemente; por los montes corren cual hilillos de plata las pocas aguas que el verano nos ha dejado, bajan despacio sin hacer ruido uniéndose a la naturaleza, en donde todo es paz y silencio. Pronto bajaran sus aguas caudalosas en busca del río y regando a su paso las tierras de labradío.
También el mar se une a este silencio, sus olas ya no hacen ruido, besan tranquilas la arena y se van muy dulcemente.
En mi corazón, también hay silencio, recordando los otoños que he vivido y me invade la paz por el tiempo transcurrido y recuerdo mi niñez llena de momentos lindos, recuerdos de mi juventud (aunque poco la he vivido), pronto fui madre y fue la mayor satisfación que he tenido en mi vida, y ahora al cabo de los años de tantos otoños vividos aún sigo emocionándome esta paz que mi corazón en otoño siempre he sentido. Quisiera que al dejar de vivir cuando Dios haya elegido, que fuera también en otoño, otoño dulce y tranquilo.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Pareja de conejos

Siguiendo con mis recuerdos de niña (espero no cansarlos), para mí en particular el escribirlos es como volver a vivirlos y hace que me sienta otra vez en aquellos años en que la vida no me había enseñado su lado amargo y todo era felicidad y cualquier cosa que ocurría a mi alrededor me despertaba curiosidad y también ilusión
En la parte de delante de mi casa (un primer piso) había un gran balcón que ocupaba toda la fachada y en la parte de atrás una terraza grande donde estaba el pilón, de ahí bajaban unas escaleras a un terreno grande, la mitad sembrado de hierba para poner la ropa a clareo y desde arriba con una manguera se mojaba, en la otra mitad teníamos gallinas, imagínense ustedes tener huevos en plena ciudad, huevos frescos todos los días.
En una ocasión un amigo nos regaló una pareja de conejos, ¡la que se armó! Al poco tiempo teníamos conejos para comer y regalar. Cuando la coneja quedó preñada, vemos con asombro como ella y el macho se dedicaron a hacer una madriguera, sacaron cantidad de tierra, luego se arrancaban pelo y lo iban metiendo para hacer el nido. Yo como no viera nunca semejante cosa, me pasaba el día viéndolos desde la terraza. Cuando la coneja parió nos tumbábamos para ver el primer conejito que saliera, luego contarlos para saber cuántos eran, pero como no salían juntos tardábamos en saberlo pues si salía uno blanco se volvía a meter y salía otro blanco, pues podía ser el mismo, hasta que estaban todos fuera, imposible. Una de estas veces, mi madre que estaba viéndolos, ve, con asombro que sale de la madriguera una rata grande, fue a la comida de las gallinas y se volvió a meter, nos daba un asco pensar que estaba allí con los conejitos y la coneja nada, como si tal cosa! Lo consultamos y nos dijeron que seguramente se metió antes de parir la coneja y que por eso la admitía, no podíamos ponerle ratonera por los conejitos, claro. Así que salieron todos los conejitos mi madre relleno y tapó bien todo y no volvimos a saber nada más de ella
Entonces entra en acción mi padre: hay que hacer una casa en condiciones para los conejos y se la encarga a un primo que era un buen ebanista, con mucho gusto. Aquello fue una pasada, parecía un chalet, para que no estuviera en contacto con el suelo (por la humedad) le hizo una patas y para subir unas grandes escaleras, las puertas de corredera con una tela metálica muy fina y saliendo a los lados los nidos anchos y confortables, el tejado doble, pintado en rojo con una pintura impermeable por lo tanto era toda blanca y roja y arriba una veleta, luego llegó el asunto del nombre, así pues se escogieron varios y se repartieron las papeletas entre los vecinos para que votaran y salió elegido QUE CHOVA, mi primo lo pintó en la fachada (en rojo).
A todo esto una coneja quedó preñada, mi madre le llenó los nidos de algodón le ponía hojitas de lechuga para que fuera allí y no hubo manera, hicieron la madriguera y allí parió y hasta que nos deshicimos de ellos ninguna quiso parir en el chalet.

Gatitos

Hace unos días vi por televisión el reportaje de un perro que su dueño tuvo encerrado en casa no sé cuanto años. Tenía una manta de porquería en su pelo impresionante, heridas y me supongo que bichos, ¡claro!
Esto me hizo recordar una experiencia que viví de niña, mi calle por la parte de arriba da a la calle Ecuador, pero de aquella no existía, eran solares y la finca del Convento de la Enseñanza. Para ir al Castro íbamos por ahí, subíamos una escalera y ya salíamos al Castro. En esa temporada mi madre iba a caminar una hora y claro como estábamos de vacaciones me hacía ir con ella, a mi no me hacía falta adelgazar (pues era una flaca figura) pero bueno, quien manda, manda.
Un día al bajar vimos unos niños entre 8 y 10 años, en un solar tirando piedras a un muro. En ese momento dice uno: tirarle a aquel del medio que aún mueve una pata, mi madre se dio la vuelta y ve que las piedras se las tiraban a cuatro gatitos que tenían arrinconados al muro, al ver que mi madre iba hacia ellos insultándoles se escaparon corriendo (para que veamos que también antes se hacían gamberradas). Uno se movía y fue a cogerlo, cuál no sería su sorpresa cuando vio que estaban pegados con cola al muro, me fui corriendo a buscar a una mercería que había cerca unas tijeras, la señora cuando los vio no daba crédito a sus ojos, entre las dos (yo no me atreví ni a tocarlos) le fueron cortando el pelo que estaba pegado con la cola, y mi madre lo envolvió en su chaqueta, la señora nos dijo que luego iba su marido y hacía un hoyo y los enterraba, así que lo llevamos para casa.
Mi madre lo limpió y desinfectó las heridas, le terminó de cortar todo el pelo que aún tenía cola, le mojó el morrito con agua, que chupaba con avidez, pero lo tenía hinchado y le costaba trabajo beber, luego lo acostó envuelto en una mantita y se quedó dormido.
En casa teníamos un perro y un gato. El gato era muy viejo, pues había sido de una señora de la calle que murió y mi madre se quedó con él. La perra (un pastor alemán) se la regaló un amigo de mi padre de la última camada que tuvo la suya, así que como verán estábamos servidos. Cuando llegamos con el gatito vinieron a olerlo con curiosidad, el gato viejo le bufó, ya vimos que no le gustó nada, la perra sin embargo no hacía más que acercarse a verlo y a olerlo. Lo peor fue para darle un poco de leche, fui a comprarle una tetina, mi madre la puso en una botella con un poco de leche, pero como tenía el hocico lastimado le dolía al succionar, entonces se la fue dando a cucharaditas y así fue poco a poco tomándola, un día (aun estaba mal) vemos que se levantó de la manta y estaba acostado entre las patas de la perra, desde ese día siempre se acostaba con ella, hecha un ovillo. De vez en cuando Dolí (la perra) le daba unas lambetadas y él ronroneaba feliz. Cada vez que el gato grande le bufaba ya estaba Dolí detrás, ladrándole. Parece mentira que algunos humanos seamos tan malvados y tenga que un animal darnos lecciones de confraternidad.
El gato negro murió pronto, era muy bonito y tenía un pelo precioso, lo sentimos mucho, el pequeñito se curó y siguió siempre muy amigo de Dolí. A él le pusimos Micifuz.

viernes, 7 de agosto de 2009

A mi hijo

¿Sabes? He estado repasando lo que han sido todos estos años que he vivido a tu lado.
Creo que como cualquier matrimonio, ha habido de todo, disgustos, alegrías, enfados y reconciliaciones, pero ha merecido la pena porqué he vivido lo más grande que puede desear una mujer, ser madre.
Ese momento, en la que rota por el dolor del parto, ponen en tus brazos a ese ser tan pequeño, lo arrimas a tu pecho y sientes los latidos de su corazón, no hay palabras que puedan describirlo.
Por eso a ti, hijo mío, te doy las gracias porque me has hecho vivir la inmensa felicidad de ser tu madre.

La mantilla

Era costumbre, años atrás, visitar los monumentos el día de Jueves Santo. Consistía en hacer un recorrido por siete iglesias y rezar ante el Santísimo un Padre Nuestro.
Existía una rivalidad entre las parroquias, por ver quién la adornaba mejor.
En todas era un alarde flores.
¡Con qué orgullo aquella niña paseaba de la mano de su madre! iba ataviada con la clásica mantilla española, como era costumbre en las mujeres con cierta clase social.
Su ilusión era llegar a lucirla algún día.
Al cabo de unos años, su madre dejó de usarla, dando la disculpa que no tenía traje adecuado o que los zapatos estaban viejos y no había posibles para comprar otros.
Aquella mantilla con su peineta, que se guardaba en una caja, se convirtió en una especie de obsesión, pues no daba llegado la edad necesaria para poder usarla. Cuando iba ala armario, destapaba la caja y acariciaba con ternura aquella blonda y aquella peineta de nácar con dibujos de filigrana.
Un día comprobó, con tristeza que había desaparecido y le pregunto que pasara con ella.
Y como en aquel entonces las madres no daban explicaciones le dijo que era muy niña para entenderlo.Pero la niña sí sabía que necesitaba venderla y se quedó con la amargura porque ya nunca podría lucirla.